Peleó mucho Sergio Víctor Palma, peleó siempre, hasta el último momento. Arriba del ring, enfrentó a todo tipo de rivales sin dar ni pedir tregua. Así llegó a lo máximo que puede aspirar un boxeador, a ser campeón del mundo. Abajo del cuadrilátero, le dio batalla a la miseria, a los prejuicios, a las ingratitudes y a las zancadillas cada vez más bravas que le fue haciendo su salud. Aguantó hasta donde pudo Palma y se fue de la vida a los 65 años después de haber soportado hasta lo indecible una combinación de males (el mal de Parkinson, un ACV) que a otros hubiera tumbado muy pronto. En una clínica de Mar del Plata y ya sin esperanzas de terminar en pie, el coronavirus le dio la estocada final.
Nacido el 1º de enero de 1956 en el paraje chaqueño de La Tigra, un caserío al que el calificativo de humilde le quedaba enorme e hijo de una pareja de obrajeros cuyo padre demasiado pronto se marchó de la casa, Palma fue al mismo tiempo un guerrero y un poeta de los rings. Le dio todo al boxeo, su juventud, sus ambiciones y sus mejores energías. Y el boxeo se lo recompensó: le permitió salir de la pobreza, hacerse un nombre y ceñirse un cinturón de campeón del mundo: el de los supergallos de la Asociación Mundial de Boxeo, que ganó el 9 de agosto de 1980 en Spokane (Estados Unidos) noqueando en 5 asaltos al local Leo Randolph y perdió el 12 de junio de 1982 por puntos en Miami ante el dominicano Leo Cruz.
Pero Palma fue mucho más que un boxeador exitoso. Y ahí radica su singularidad. Rudo y vehemente, casi imparable en la pelea de corta distancia y dueño de un pétrea voluntad de victoria, fue el primer campeón mundial que moldeó Santos Zacarías en el gimnasio del Luna Park. Y en la vida cotidiana, el reverso de su propia moneda: un ser cálido, sensible, pensante, articulado, amigo de sus amigos, con inquietudes artísticas y un discurso que en su momento de mayor gloria deportiva, traspasó las barreras y atrajo a un público renuente a aceptar al noble deporte de los puños y a sus protagonistas. Palma fue tapa de infinidad de revistas (aún de las que no se dedicaban a los temas del deporte), actor de televisión (en 1981 corprotagonizó el unitario Gunte de Barracas en el viejo ATC), conductor de programas de radio y comentarista de transmisiones y hasta grabó un disco con canciones y poemas de su autoría. Fue el merecido desquite a las privaciones que había pasado en su infancia y su adolescencia, cuando debió trabajar de lo que fuera con tal de ayudar a su madre a sostener a su familia.
En 1983, el chubutense Juan Domingo Malvares le dio una paliza en el Luna, lo noqueó en 6 rounds y apuró un retiro del que regresó entre 1989 y 1980 y que ratificó porque el físico ya no toleraba más batallas. Siguió ligado al boxeo como periodista y entrenador, pero los problemas de su salud lo fueron aislando hasta de sus propios amigos. Su orgullo de campeón estaba vigente y no quería que lo vieran en silla de ruedas o necesitado de ayuda para las cosas más sencillas. Palma vivió sus últimos años primero en Villa Gesell y luego en las afueras de Mar del Plata, rodeado sólo por el amor de su esposa y sus hijos. En la pelea por seguir viviendo, como antes en los cuadriláteros, entregó todo. Y se fue cuando ya no le quedaba nada por dar. Pero es sólo la materia de su cuerpo lo que en verdad, se ha ido. Porque Sergio Victor Palma continuará viviendo para siempre en el corazón de cada pibe que entra a un gimnasio para ser mucho más que un boxeador, un campeón de la vida. Eso que fue él hasta la última campanada de su existencia.
Daniel Guiñazú/Página 12.