Llegó valiente a la última campana. Como cuando alguna vez debió guapear bajo las luces de un ring. Oscar Carlos Rojas era parte de una dinastía boxística que dejó huellas. En otros tiempos, donde las dificultades aumentaban y hacerse boxeador no era la mejor elección.
Ahí estuvo Oscar, con su pinta inalterable, su pelo engominado y su mirada seria, mirando lo que construyó. Siempre agradecido. Su imagen en un ring parecía encajar a la perfección en cualquier tiempo. Como cuando en el Luna Park recibió el saludo del mismísimo Juan Domingo Perón hasta cuando, grande pero firme, solía buscar su ubicación en la primera fila del ring side.
Los pocos minutos que se tomaba para fumar un cigarrillo entre pelea y pelea, eran una clase abierta de picardía y de boxeo. Su opinión siempre era digna de ser escuchada, palabra santa a la hora de ver quién había conectado el mejor golpe o quien –contra el dictamen de los jueces- había sido despojado de un triunfo.
Don Rojas lo sabía todo. Tenía incorporado el manual de la buena gente. Saludaba del primero al último; transmitía experiencia y casi nunca solía faltar a un festival acompañado por su hermano Aníbal. Cualquiera podría pensar que una velada boxística era para él una “fiesta” a la que asistía siempre elegante, siempre fiel.
A veces, la muerte no distingue a los buenos. O caprichosamente, demanda a buenos tipos para mostrarle al resto, lo que había que hacer. Lo simple que resultaba vivir. Y por eso, Oscar Rojas nos dejó con sus brazos apuntando al cielo. Se fue ganador. Feliz de las amistades que sembró; de su jubilación en la Municipalidad y de la familia, su debilidad.
Había nacido en San Antonio Oeste el 22 de agosto del ’35. Comenzó a entrenarse a escondidas junto a seis de sus hermanos, todos boxeadores de los cuales tres llegaron al profesionalismo. Oscar debutó en 1953 empatando con Manuel Bórquez pesando 63 kilos y enseguida aceptó plantarse ante Luis Federico Thompson, el cubano que fuera retador mundialista y primera figura perdiendo por nocaut técnico, aprendiendo la lección. Viajó a Capital Federal y comenzó a entrenar con Felipe Segura, quien fuera entrenador de Pascual Pérez y llegó a estar segundo en el ránking argentino mediano entre 1955 y 1959. Peleó con los buenos sin chistar: Ubaldo Sacco con quien empató en Mar del Plata, José Colaone, Andrés Selpa –sufrió un corte que le impidió seguir-, Raúl Calderelo, Santiago Meza y Antonio Cuevas.
Su nombre asomó en El Gráfico y en el viejo “KO Mundial”. Nadie se merece los diez campanazos más que él. Que se fue boxeador. Y se fue ganador.