En el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de las Malvinas, y en un año olímpico con la celebración de Tokyo 2021 -desde el 23 de julio-, Rubén Carballo es el único argentino que cruza esas dos coordenadas en apariencia tan lejanas: el Cata, otro olvidado de nuestro deporte, fue soldado en Malvinas en 1982 y boxeador en Los Ángeles 84. Si los deportistas también forman ejércitos simbólicos, desarmados, Carballo dice tener un doble orgullo: haber peleado por Argentina en nuestras islas y sobre un ring olímpico. Ahora con 58 años, Carballo también puede colgarse más medallas: todas las tardes les enseña boxeo a chicos y chicas de La Matanza en un gimnasio de Laferrere, sobre la ruta 3 (“empecé con cuatro alumnos y ahora tengo más de 50, muchos pudieron salir de la calle”), y asegura ser el primer ex combatiente bisabuelo. Durante la charla hablará más de una vez de Benjamín, su primer bisnieto, ya de un año y medio y con babero de las islas Malvinas. Carballo es un sobreviviente, y no sólo de la guerra.
“Me hice boxeador porque me peleaba todo el tiempo”, reconstruye el soldado olímpico que lleva el apellido de su madre, Rosa Margarita Carballo, la única encargada de su crianza y la de sus cinco hermanos. “Tuve una vida complicada, me crié en la calle, a los tumbos pero sin robar ni drogarme, y estudié hasta quinto grado -sigue-. Hubo veces en que mi mamá no tenía comida y nos llevaba a comer a las casas de amigos. Yo era bravo. Si jugaba a la pelota y perdía, me peleaba. Si jugaba a las figuritas o a las bolitas y volvía a perder, también me peleaba hasta que me devolvieran lo mío”.
Carballo empezó a boxear en sus tiempos libres del servicio militar obligatorio, en 1981, con 19 años. Era pillo, despierto y valiente: cultivaba el coraje de los que no temen perder porque ya perdieron demasiado. Pesaba 53 kilos, se les animaba a todos -también a sus compañeros más altos y fornidos-, y aprovechaba cada salida del Regimiento 3 de La Tablada para entrenarse en el gimnasio Flecha de Oro, sobre avenida Crovara. Pero Carballo nació en un mal año para nacer en Argentina, 1962, y si un sorteo desafortunado ya lo había convocado para la colimba en 1981, con la recuperación de las islas, a inicios de 1982, los jóvenes que habían asistido al servicio militar el año anterior tuvieron que volver a los cuarteles. Muchos de ellos volaron hacia las Malvinas.
Carballo era el único boxeador en ciernes pero no el único deportista que desembarcaría en el Atlántico Sur: más de 13 jóvenes -desde las inferiores de clubes de Primera División hasta las categorías del ascenso- fueron arrancados al fútbol para combatir contra los ingleses. El Cata compartía regimiento con al menos tres jugadores, Héctor Rebasti -arquero de las inferiores de San Lorenzo y Huracán-, Gustavo De Luca -el 9 de la Tercera de River que luego jugaría en Colo Colo- y Omar De Felippe, el actual técnico de Atlético Tucumán. “Con Omar somos muy amigos, hablamos todos los días”, dice Carballo.
Como le contó al periodista Adrián Michelena en una entrevista para Enganche, en 2018, a Carballo le sigue retumbando el momento en que intentó impedir la muerte de un amigo, 48 horas antes de la rendición argentina. “Siempre pienso en Malvinas, pero más en estos días -dice, a pocas horas de un nuevo 2 de abril-. El 12 de junio se me cayó en los brazos un gran amigo, Julio Segura. Empecé a correr 500 metros hasta un camión de la Cruz Roja para salvarlo. Caían las bombas y me gritaban que volviera, pero seguí igual. Llegué y entre los asientos del vehículo vi a un sargento muerto. Quise encender el camión para llevar a mi amigo a Puerto Argentino pero no arrancó. Encontré unas gasas y, cuando volví para curarlo, ya no respiraba. Habíamos hecho la colimba juntos. No puedo olvidarlo”.
Carballo también recuerda el día que se metió entre las llamas de un incendio, provocado por un ataque inglés a un radar argentino, para sacar un bidón de nafta que podría haber hecho explotar todo. O cuando aprovechó su gran estado físico para correr y cazar tres ovejas que sirvieron de alimento para él y sus compañeros. O el colchón que tomó de la casa de una familia kelper en Puerto Argentino para llevarlo al pozo de zorro en el que dormía. “Era como esos cajones de muertos…. ¿Una tumba? Sí, eso”, precisa.
Participar en una guerra -ser su rehén- implica someterse a una coctelera mental. Como a miles de jóvenes, a Carballo se le complicó al regreso, más allá de haber conseguido trabajo como auxiliar de ambulancias en la Municipalidad de La Matanza. El boxeo sería parte de su terapia. Su estilo callejero y agresivo (“tiraba 10, 15 izquierdas en dos minutos, nada que ver con el boxeo actual”, se define) comenzó a llamar la atención del ambiente y en poco tiempo llegó a La Meca: el Luna Park. Una grabación en YouTube de un noticiero de Canal 7, entonces ATC, lo muestra en la velada en que 12 boxeadores argentinos se clasificaron a Los Ángeles 84. La voz del periodista Carlos Barulich acompaña imágenes de su triunfo y su pasaporte a los Juegos Olímpicos, en lo que además sería regreso argentino tras la ausencia en Moscú 80: “Otro que anda muy bien, el mosca Rubén Carballo, venció a una promesa, Daniel Lagos, de Mendoza”.
Sin embargo, en una época en la que el gobierno de Raúl Alfonsín miraba con recelo a los Juegos (el secretario de Deportes, Rodolfo O’Reilly, prefería utilizar el escaso dinero disponible en el deporte social y no en el alto rendimiento), la Federación de Boxeo sólo tenía fondos para pagarles el viaje a tres de esos 12 clasificados. La hinchada personal de Carballo se ocupó del pasaje y el muchacho de La Matanza fue uno de los 83 argentinos -sólo diez mujeres- que compitieron en Los Ángeles, seis de ellos boxeadores.
Rubén guarda varias fotos de su paso olímpico. La memoria le juega una mala pasada cuando, al mostrar una imagen suya con tres ciclistas, menciona a Juan Curuchet. En realidad son Juan Carlos Haedo, Luis Biera y Marcelo Alexandre. Entre ellos está Pedro Décima, otro de los boxeadores argentinos en Los Ángeles, futuro campeón mundial entre 1990 y 1991. Alexandre agrega un dato sobre esa foto: fue tomada en la puerta de la villa olímpica. Pero la experiencia de Carballo, siempre en peso mosca, sería corta: abandonó en el segundo round de su debut contra el dominicano Laureano Ramírez. Según el argentino, su rival había sido campeón olímpico en Moscú 1980 pero, como suele ocurrir en estos casos (que los recuerdos chocan contra los datos), en realidad se trataba de un subcampeón panamericano de Caracas 1983, el año anterior. “El piso del ring en Los Ángeles tenía un colchón más grande y me costaba pisar. En una trompada me torcí la rodilla y seguí peleando, pero me pararon en el tercer round”, explica Carballo. Dos años atrás había sobrevivido a la guerra: cualquier derrota con los guantes era mejor que cualquier resultado con los fusiles.
Si en su época amateur había ganado 72 de sus 74 enfrentamientos, su paso al profesionalismo sería con menos éxito, aún a pesar del espaldarazo que Nicolino Locche le dio la salida de un Sudamericano en Mendoza, en 1985. “Nene, tenés un futuro enorme”, le dijo el Intocable, campeón mundial superligero entre 1968 y 1972. Según las estadísticas de BoxRec, considerada la biblia enciclopédica del boxeo, Carballo sumó 9 peleas en el campo rentado entre 1986 y 1989: fueron cinco victorias (tres por nocaut), tres derrotas (dos por la vía rápida) y un empate. Pero Rubén no dejó de boxear por su irregularidad sino porque la desgracia lo tenía apuntado: la muerte de uno de sus hijos, Darío, de 6 meses, en 1989. “El nene tuvo meningitis. Prometí que, si no se salvaba, no pelearía más. Y fue así: no quise saber nada más con el boxeo. Quedé destruido”.
Carballo entró en depresión. Se sumergió en las drogas y el alcohol. Los psiquiatras -nueve pastillas diarias- no pudieron ayudarlo. Intentó matarse: la guerra produjo la muerte de 649 argentinos en combate -la mayoría de menos de 20 años-, más de 1.000 heridos y cerca de 500 suicidios después del regreso al continente. El nacimiento de su primera nieta, hace 20 años, fue el comienzo de su recuperación. “No me da vergüenza contar que estuve en esa porquería de la droga: estoy contento porque la dejé hace muchísimo”, dice.
Ahora vienen días especialmente sensibles: este viernes, 2 de abril, se reunirá en La Matanza con otros héroes de Malvinas. Y en el futuro aparecen los Juegos de Tokio: “Me encanta mirarlos, mis alumnos siempre me preguntan por Los Ángeles 84”. Pocos saben que los ex combatientes organizan cada año sus propias Olimpíadas. La última cita antes de la pandemia, en Bahía Blanca, fue especial para Carballo: por primera vez lo eligieron para ingresar con la antorcha. Nuestro único soldado olímpico lo merecía.
Andrés Burgo/TyC Sports.