A los 23 años, asomaba como el sucesor de Carlos Monzón, pero un accidente en la ruta terminó pronto con los sueños del joven pampeano. Una incómoda llovizna, una ruta de un solo carril, una maniobra imprudente. Un final abrupto para el sueño de campeón mundial que Alfredo Horacio Cabral amasaba desde hacía años y que había cobrado impulso una semana antes en su primera experiencia profesional fuera del país. De los flashes y el glamour de Mónaco a una banquina en el sur de la provincia de Buenos Aires en apenas siete días.
Cuando un Fiat 125 puso fin a su vida durante la madrugada del 7 de julio de 1979, Cabral tenía solo 23 años y ya era visto como una de las grandes esperanzas del boxeo argentino, que por entonces buscaba nuevas luminarias después del retiro de Carlos Monzón y el ocaso de Víctor Emilio Galíndez. Por él apostaba fuerte Juan Carlos Lectoure y en él también se había fijado el promotor estadounidense Bob Arum.
Cuarenta y dos combates en 41 meses había hecho desde su debut rentado, en febrero de 1976 (noqueó en el primer asalto a Natalio Ibarra en Daireaux), este pampeano nacido en Santa Isabel, en el norte de la provincia, que durante la niñez y la adolescencia había trabajado como esquilador en el campo y que como púgil aficionado había sido uno de los 11 representantes argentinos que participó en el primer Mundial amateur organizado por la AIBA.
En ese torneo, que se desarrolló en agosto de 1974 en La Habana, perdió por puntos con el búlgaro Plamen Yankov (luego medallista de bronce en la categoría hasta 67 kilos) en un fallo que fue sonoramente reprobado por las 14.000 personas que colmaban el Palacio de los Deportes de la capital cubana. Ese día, no solo fue ovacionado por el público, sino también retirado en andas por sus compañeros de equipo.
En el primer segmento de su trayectoria profesional, el Indio se cruzó con uno de los dos campeones mundiales a los que se vincularía en su breve carrera: su coterráneo Miguel Ángel Castellini, efímero monarca superwélter de la Asociación Mundial de Boxeo, de quien fue sparring.
Esa relación no terminó bien y tuvo un segundo capítulo, esta vez sobre el ring del Luna Park, en junio de 1979, cuando Cabral era un joven ascendente y Castellini quemaba sus últimos cartuchos.
“Me tiene miedo porque sabe que no me puede ganar”, disparó en la víspera del duelo Cabral, que en ese momento ya se había radicado en América, en el este de la provincia de Buenos Aires. Y explicó que su encono venía macerando desde aquellos días de trabajo compartido:
“Me hizo echar porque yo lo dominaba y él no podía trabajar a gusto: pegar cuando se le antojara sin que le devolvieran las piñas. El día que me echó, juré que alguna vez nos íbamos a ver las caras en un ring y ahí me las iba a pagar todas juntas. El sábado me las va a pagar”.
No solo la ira fue su combustible. La velocidad, la potencia y la tenacidad del joven aspirante a campeón, que ocupaba el sexto puesto del ranking mediano de la AMB, fueron demasiado para el veterano Cloroformo, quien vio volar la piadosa toalla desde su esquina cuando faltaban 12 segundos para el final del octavo asalto. También la vieron volar los 13.000 espectadores que esa noche se fueron del coliseo de Corrientes y Bouchard pensando que el camino del ganador hacia una chance mundialista estaba allanado.
En los meses previos, Cabral había conseguido también en el Luna Park, en el que combatió 12 veces, otras dos victorias que habían empujado su carrera por la visibilidad del escenario y el espectáculo. Ambas habían sido en las veladas en las cuales otro campeón mundial, el mendocino Hugo Pastor Corro, había defendido sus títulos de la división mediano de la AMB y del Consejo Mundial de Boxeo.
La primera, en agosto de 1978, había sido ante el estadounidense David Love, séptimo en el escalafón ecuménico, en la pelea que había abierto la cartelera que tuvo como atractivo principal la victoria de Corro sobre Ronnie Harris. Aunque esa noche los jueces le dieron una mano. “Realmente me avergüenzo como argentino. El norteamericano ganó cómodamente. De esta manera no se pueden hacer las cosas”, se quejó el entrerriano Camilo Gaitán, que también combatió en esa velada. La segunda fue tres meses más tarde, contra el colombiano Bonifacio Ávila, el día en que Corro batió a Rodrigo Valdés.
Si bien Cabral estaba haciendo su recorrido entre los medianos, Tito Lectoure evaluó que el mejor camino para que llegara a pelear por un cinturón era bajando a la división superwélter para desafiar al japonés Masashi Kudo, propietario de la corona de la AMB. Para insertar definitivamente a su pupilo en el concierto internacional, el último paso fue llevarlo a Mónaco para participar en el respaldo del duelo en el que Corro expondría sus títulos frente al italiano Vito Antuofermo el 30 de junio de 1979.
La prueba sería ante el experimentado zurdo sudafricano Elijah Tap Tap Makhathini. “Esta pelea me conviene porque él está bien rankeado y porque irá por televisión a todo el mundo, incluso a Estados Unidos. Es una linda oportunidad para mostrarme”, evaluó el pampeano cuatro días antes de participar en esa velada organizada por Top Rank y el promotor italiano Rodolfo Sabbatini, y solo 17 días después de haber derrotado a Miguel Castellini.
Ese sábado en el estadio con capacidad para 4.000 personas montado para la ocasión en una playa de estacionamiento vecina al estadio Louis II, en la zona de Fontvieille, el estreno en suelo extranjero del Indio fue breve y explosivo: cuando todavía no habían transcurrido 60 segundos de acción, un cross de zurda y un voleo de derecha sacudieron a Makhathini y dejaron claro que todo terminaría pronto. Solo un minuto más demoró el árbitro inglés Roland Dakin en decretar el nocaut técnico.
Desde el ring side, lo aplaudieron Víctor Galíndez, los excampeones Nino Benvenuti y Emile Griffith, el príncipe Raniero y su hijo Alberto. “Jamás lo olvidaré. Ese chico salió a mostrarse y lo logró. Tenía todo para ser una figura”, le diría años más tarde Bob Arum al periodista Carlos Irusta.
Esa noche, que Lectoure había presentado como “Argentina contra Resto del Mundo”, Cabral fue uno de los dos púgiles de esta parte del planeta que se retiraron victoriosos: el otro fue el porteño Rubén Héctor Pardo, campeón argentino y sudamericano de los medianos, que venció al francés Gerard Moslewy. En cambio, el santafesino Norberto Cabrera fue noqueado por el ascendente Marvin Hagler y Corro cedió sus coronas a manos de Vito Antuofermo.
A la vuelta de la esquina aparecía la posibilidad de retar a Masashi Kudo, que 10 días antes había derrotado al mendocino Manuel Cholo González en Yokkaichi y que tenía por delante una defensa obligatoria ante el ugandés Ayub Kalule. “Si Kudo gana, será antes de fin de año; si el resultado es al revés, esperaremos hasta los primeros meses de 1980. Pero Cabral peleará por la corona mundial”, pronosticó Lectoure en Mónaco. Pero la chance no llegó a concretarse.
Tres días después de su triunfo, el pampeano aterrizó en Ezeiza junto al resto de la comitiva argentina y enseguida regresó a América para disfrutar de unas jornadas de descanso. Estaba pactado que volviera a presentarse el 11 de agosto en el Luna Park en la velada en la que Víctor Emilio Galíndez expondría el título mediopesado de la AMB ante Marvin Johnson (esa pelea se postergó y terminó haciéndose el 30 de noviembre en Nueva Orleans).
El fin de semana siguiente, Cabral planeaba volver a Buenos Aires para cobrar la bolsa de su combate con Makhathini (7.000 dólares), pero finalmente eligió viajar a Bahía Blanca para acompañar a uno de sus hermanos, Raúl, quien estaba dando sus primeros pasos en el profesionalismo, y su amigo puntano Carlos Villegas. Los dos iban a presentarse en un festival en el estadio Norberto Tomás del club Olimpo el viernes 6 de julio.
Una vez terminada la velada en la que Raúl había perdido por puntos frente a Ubaldo Correa y Villegas había empatado con Adalberto Gutiérrez, el grupo inició, ya de madrugada, el retorno a América en el Peugeot 504 verde que Cabral había comprado unas semanas antes y en el que también viajaban su entrenador, Enrique Gianera, y el hermano de este, Gerardo Gianera.
Cerca de las 2 en el kilómetro 29 de la Ruta Nacional 33 (que une Bahía Blanca con Rosario), a la altura del paraje La Vitícola, un Fiat 125 que circulaba en sentido al sur intentó sobrepasar a un camión, cruzó al carril contrario y colisionó de frente con el Peugeot. El vehículo del púgil salió expulsado de la ruta humedecida por la llovizna y terminó sobre la banquina, mientras que el Fiat quedó cruzado sobre el asfalto y fue chocado por un Ford Falcon que avanzaba hacia el norte. A su vez, el Falcon fue luego embestido por otro auto.
El pampeano fue trasladado de urgencia al hospital Leónidas Lucero de Bahía Blanca, pero nada se pudo hacer allí para salvar su vida. Como consecuencia del choque también fallecieron Gerardo Gianera y la pareja que viajaba en el Fiat 125: Osvaldo Ambrosio Del Vito y María Rojas. Además, Raúl Cabral, Villegas y Enrique Gianera resultaron heridos de gravedad y otras seis personas sufrieron lesiones leves. “Hace una semana, este muchacho estaba en la gloria, ganando por nocaut en el extranjero. Pensar que ahora está muerto es terrible”, reflexionó Juan Carlos Lectoure apenas conocida la noticia. Unas horas después, en América, una ciudad que en ese entonces contaba con poco más de 7.000 habitantes, centenares se reunieron para despedir a su proyecto de campeón, el mismo que unos días antes había impresionado a Bob Arum y al príncipe Raniero en Mónaco. Fuente: Diario Clarín.