Hace 46 años, el crédito de Trelew le ganó por puntos a Benicio Sosa en Mar del Plata y se consagró campeón argentino. El morocho nacido en Gaiman, afincado definitivamente en Trelew, que se parecía a Monzón, se metía, para siempre, en la memoria de todos los chubutenses.
Hace 46 años, un 14 de enero de 1977, Juan Domingo Malvárez vencía a Benicio Sosa por puntos en el Palacio de los Deportes de la Perla del Atlántico y se erigía como el nuevo monarca nacional de los Plumas. Fue una jornada gloriosa. “Mingo” fue recibido en Chubut como el ídolo que era. Caravanas interminables, saludos protocolares y un abrazo interminable con Osvaldo Hughes, su mentor original fueron parte del rito del flamante campeón a Trelew, la ciudad donde todo empezó. Una ciudad, cuna de campeones.
Se dice que el tiempo es insobornable. Que es imposible sacarle el invicto desde su dimensión de invencibilidad. Que lo puede con casi todo. Casi. Porque no puede con la memoria. Alguna vez, alguien expresó que hay un dicho que es tan común como falso: el pasado, pasado está. Pero el pasado no pasa nunca, si hay algo que no pasa es el pasado, el pasado está siempre. Porque somos memoria de nosotros mismos y de los demás. Somos la memoria que tenemos. Y somos, también, la responsabilidad que asumimos; día a día; paso a paso, corazón a corazón. Y razón a razón. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizás no merezcamos existir.
Hace 46 años, un morocho nacido en Gaiman pero afincado definitivamente en Trelew, se metía, para siempre, en la memoria de todos los chubutenses. Se convertía en, quizás, en un primer ídolo popular que provocó un festejo apoteósico, callejero, con caravanas. Sin igual. Es que un 14 de enero de 1977 y bajo una atmósfera asfixiante, Juan Domingo Malvárez (con «s» o «z» final, da igual) se convertía en campeón argentino de los Plumas al derrotar por puntos a Benicio Segundo Sosa -en un combate pactado a 12 rounds- en el legendario Palacio de los Deportes de Mar del Plata. Y cuando el Luna Park se mudaba a la costa bonaerense como lo hacía el fútbol profesional.
“Mingo”, con 24 años, vencía al chaqueño por puntos en un inexplicable fallo dividido a quién que casi un año antes lo había puesto de rodillas en el místico escenario de la calle Bouchard y lo obligaba a exponer su corona a pesar de las tres postergaciones orquestadas por el campeón. Era el bueno, pues cada uno había ganado un pleito. El primero para el ambidiestro norteño que aprovechó la inexperiencia del chubutense que se ahogó promediando la pelea. Pero en la Perla del Atlántico no hubo dudas, Malvárez se convertiría en el mejor boxeador de los 56 kilos por una prácticamente década a pesar que los jurados fallaron 118-115; 119-116 y 116-116.
Era la época de los grandes campeones del mundo argentinos que a excepción de Carlos Monzón y el inefable estilo particular de Víctor Emilio Galíndez, duraban un suspiro. Miguel Ángel Cuello, Hugo Pastor Corro y Miguel Ángel Castellini no habían durado más que una defensa y habían caído ante Mate Parlov, Vito Antuofermo y el nicaraguense Eddie Gazzo.
Precisamente, el pampeano tenía una historia con Chubut. Había sido titular de los Mediano Juniors a principios de los 70 luego de ganarle a Héctor Ricardo Palleres, el primer campeón nacional originario de nuestra provincia y que dejó la corona en la primera exposición, como para seguir hablando de suspiros. Sin embargo, lo de “Mingo” no fue casualidad. Entrenado por Osvaldo Hughes, fue cimentando su carrera con disciplina, tesón y capacidad. Y a fuerza de golpes, se hizo fuerte. Si bien perdió su primera pelea profesional -lo que vaticinaba una no muy venturosa carrera si respetamos el argot del box- su posterior crecimiento le permitió ser parte del Team Brusa y que derivó en la definición de “Monzón de bolsillo” por su parecido físico al santafesino y por su talento a la hora de cerrar los puños.
Pero, esa noche, la de Mar del Plata, rellena de humo de cigarrillos y con 35 grados en un recinto cerrado, Mingo nos permitió soñar. Fue una noche de gloria y cenizas. De gloria, porque logró el objetivo por el que se había preparado desde siempre. De cenizas, ya que al bajar del cuadrilátero se enteró qué a su padre, el que le había puesto Juan Domingo por su devoción al General, lo habían asesinado. Obstáculos en el sendero que se dicen y que fortaleció su dureza granítica. Ya estaba Juan Carlos Cuello en su rincón junto a Ramón la Cruz, Carlos Cañete y Juan Carlos Andrade, aunque cuando llegó a Trelew, en el medio de un enfervorizado clima y recibido por las autoridades de turno, el primer abrazo fue con “El ronco”, su segundo padre.
Como para no olvidarse de dónde venía. “Mingo” dejó la textil “Roma” y la panadería de los gallegos González (a quienes les llevó el cinturón) y se convirtió en el pantalón blanco marca “Corti”, en la caravana interminable, en la multitud en las calles, en el camión de los bomberos paseándolo por toda la ciudad y en los desbordantes festejos de un pueblo ávido de alegrías. Igualito que ahora.
El caminar del que atajaba en Racing a los 16 lo llevó a otros sitios. Inolvidables. Y con él viajamos todos. Y hasta aprendimos a hablar de boxeo. Entendimos lo que era un cross, un clinch, un gancho o un jab. Con él gritamos desaforados cuando lo volteó a Danny López, conocido como “El coloradito”, el texano campeón mundial de las 126 libras a pesar de su posterior derrota en Estados Unidos. Nos entusiasmamos con la pelea ante el panameño Eusebio Pedroza muy de visitante, nos agrandamos cuando le ganaba a su clásico rival doméstico como Hipólito Núñez o con el inolvidable KO frente al brasileño José de Paula para hacerse del título Sudamericano en el N° 1 de Trelew, el lugar de sus grandes noches locales. Y gritamos con la boca bien abierta, como tragándonos el mundo, cuando demolió a Servio Víctor Palma en un Luna Park repleto y en el medio de provocaciones verbales del derrotado para cerrar -de esa manera- una campaña extraordinaria con 113 combates con 64 victorias por nocaut y tan sólo 9 derrotas.
Ofrendó su corazón y su técnica y sus manos rudas o cansadas, aquellas que lo vieron con el brazo izado o con sus huesos en el suelo y la sola mención de su nombre consigue hoy dibujar una sonrisa en los rostros de los chubutenses y de henchir de orgullo sus corazones. Y tantas presencias envueltas en los vibrantes ecos del pasado desembocan en un oceánico coctel explosivo que explica su razón de ser. Pacientemente cruel, fue una resultante de su época, aquella de solo dos asociaciones (AMB y CMB) cuyos dueños de los cinturones, verdaderos fuera de serie, sólo se medían a rankeados en los top ten y en un ambiente muy hostil.
Fue campeón argentino y sudamericano, peleó dos veces por el título mundial, fue ídolo en el Luna Park de Tito Lectoure y respetado en el mundo entero. Y hace 46 años, iniciaba su camino estelar en el difícil arte de pegar y no ser alcanzado. Pero sobre todas las cosas, fue una figura que brilló por sí misma en el firmamento deportivo.
Amigo del peligro y confidente de la osadía, fue el primer héroe, brindándonos momentos únicos en la vida, convirtiéndose en un territorio emocional donde se encuentran conviviendo todas nuestras virtudes…y nuestras miserias. Pero también nuestros afectos. La historia, nacida de una matriz indómita y plebeya, nos otorgó coartadas que nos permite perpetuarnos y las biografías que la componen van construyendo sus propias bandas sonoras a medida que van pasando sus páginas. Una de ellas es la de Juan Domingo Malvárez, “Mingo”. El que un 14 de enero de 1977 nos hizo sentir importantes. Hace 46 años. Y parece que fue ayer. Por Juan Miguel Bigrevich / Redacción Jornada